DANIELA ALCÍVAR BELLOLIO: El dolor de muchas mujeres | Babelia
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Daniela Alcívar Bellolio, ecuatoriana, nacida en los ochenta, escribe: “Pensar que el hecho capital de mi vida me dejó una serie de revelaciones modestas y no una gran revelación total me inquieta un poco (…) Leo una novelita para chicas (…) y me encuentro a mí misma un poco irritada por su previsible tono intimista, femenino, calculadamente fragmentario…”. En Siberia. Un año después, Alcívar se pone la venda antes de que la herida supure y, a partir de sus muchas lecturas y su indudable inteligencia literaria, se adelanta a las posibles objeciones de una crítica machista que también empapa el discurso de algunas mujeres. Su párrafo denota, además, una vocación intrépida: sacar los pies del tiesto de lo asignado y singularizarse en el marco de un estilo que tal vez se comienza a estereotipar y resulta confortable incluso cuando circunda el horror.
Alcívar escribe un libro de duelo en el que, superando la idea también manoseada de que la escritura pone orden en el dolor, el lenguaje ahonda en la neurosis y aprieta la llaga con la voluntad de hacerse cada vez más daño por la pérdida del hijo: al margen de complacencias masoquistas o de imposturas literarias, la autora indaga en el sentimiento de culpa, la autodestrucción, el castigo autoinfligido del que estas páginas son una espina más. La felicidad está prohibida. Desde las “revelaciones modestas” —que se sitúan antes y después de la más triste de las aventuras—, Alcívar intenta afrontar una pérdida extraordinaria que no forma parte de los universales literarios: en las paradas escatológicas que recorren novelas, poemas u obras teatrales, la épica del fin con sus periferias guerreras, suicidas, accidentales o religiosas sobrepasa con mucho la narración de alumbramientos felices o traumáticos. Luctuosos. Lo común, abordado desde el primer plano del lenguaje, suele adquirir calidades extraordinarias, pero lo extraordinario trasmutado en obscenidad por una cuestión de género —el hijo muerto, senos que han de ser estrujados para liberarlos de la leche inútil, sondas…—, en Siberia nos conduce hacia una zona de duelo colectivo.
Pocas veces he leído escenas tremendistas tan crueles como pertinentes: perros torturados, gatas enfermas, las patas cortadas a machetazos de un hermoso caballo que ha de ser montado por los pigmeos en una película de Herzog. Pocas veces el paisaje adquiere la textura del cuerpo y, a la inversa, el cuerpo es el paisaje indisoluble de una geografía particular que, en la escapada, se desliza y acaso se deslíe: Quito, Guayaquil, Buenos Aires, Bogotá. Los senos de la narradora pueden ser el Pichincha, pero nunca el Everest.
Siberia duele de otro modo. Pocas veces, la curiosidad sexual, los amantes, el beber ron y el relatar historias tristes tienen tanto sentido como en estas páginas en las que el dolor de una mujer se trasfunde en el dolor de muchas otras. La escritura —la posición respecto a la escritura en su relación con la realidad— de Alcívar se define con una metáfora que solo ella podría haber encontrado: “Nacer herido de muerte. La alergia roja en mis manos aparece transversal, seca, cortante, repentina. Me pica y me duele, me recuerda que algo no coincide. Algo falla, algo está roto, o tal vez ni siquiera roto sino dislocado…”. De esa contractura las mujeres intentamos hablar desde hace tiempo. Daniela Alcívar lo logra hasta hacerse sangre.
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