¿Son los móviles la causa de los males de los adolescentes? Ahora parece que no | Tecnología

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Los adolescentes sufren más ansiedad, depresión y suicidio tras la aparición de los móviles y las redes sociales, decía la evidencia científica. Los titulares que provocaron esos artículos fueron sonados: “¿Han destruido los móviles una generación?”, “La Generación Smartphone no está preparada para la edad adulta” o “Empeora la salud mental entre los más jóvenes”.

Resulta que todo esto es, al menos, dudoso. Investigadores de universidades británicas y estadounidenses cuestionan que los estudios iniciales demuestren una correlación razonable entre móviles y enfermedades mentales. Cuando la hay es minúscula, y no está claro que sea causal.

“Hay un montón de posibles explicaciones igualmente válidas que los móviles”

“Los problemas mentales y de ansiedad empezaron a aumentar antes de la irrupción de los móviles. Pero además hay un montón de posibles explicaciones igualmente válidas que los móviles: la pérdida de empleo, la crisis económica, la crisis de los opiáceos, la presión académica, el movimiento #MeToo para las mujeres. Todo puede contribuir a esta subida”, dice Candice Odgers, profesora de psicología la Universidad de California Irvine, por teléfono a EL PAÍS.

¿Significa todo esto que ya los adolescentes pueden vivir felices y saciados con 15 horas diarias móvil? No. Pero es mejor saber el origen real de un problema antes de intentar solucionarlo. La respuesta más sencilla o agradable no siempre es la más correcta. “Hay un miedo sustancialmente exagerado de las tecnologías digitales”, dice por email Amy Orben, investigadora en psicología experimental de la Universidad de Cambridge. “Pero apenas tenemos evidencia por ahora de que el tiempo pasado ante una pantalla –en total– impacte negativamente a la mayoría de la población infantil”, añade.

El pánico se ha convertido en un modo de ganar dinero para algunos. “La teoría del miedo sobre la tecnología se ha convertido en una industria casera para vender libros, charlas y consultoría”, dice Andrew Przybylski, director de investigación del Oxford Internet Institute y uno de los grandes expertos en jóvenes y móviles. Pero eso no es sensato para nadie, sobre todo para las preocupaciones de los padres, añade: “Lo mejor es no tratar la tecnología como una ‘caja negra’. Intentemos tratar esta actividad como ir en bicicleta, con sus riesgos y recompensas: implícate y elabora una idea realista sobre lo que está bien y cuándo para tus chicos”.

Lo nuevo es malo porque los viejos de esta generación no lo vivieron de jóvenes

Odgers, junto a la profesora de la Universidad de Carolina del Norte Michaeline R. Jensen, y Orben, han publicado en los últimos días dos artículos donde repasan la evidencia en el sector. El resultado es descorazonador: “Dada la falta de evidencia de conexiones fuertes entre la cantidad de tiempo que los adolescentes emplean en redes sociales y su salud mental”, escriben Odgers y Jensen, la pregunta es: ¿por qué la tecnología digital ha sido tan rápida y vehementemente identificada como la causa en las subidas recientes de depresión adolescente?”

Orben ve un motivo casi evolutivo para esta asignación de culpas al primer sospechoso. Es una razón repetida en la historia, donde lo nuevo es malo porque los viejos de esta generación no lo vivieron de jóvenes: “La preocupación por tecnologías nuevas que cambian nuestra sociedad es normal, una podría decir que tienen un beneficio evolutivo al hacernos más cautos a cambios bruscos. No tiene que sorprendernos que ahora estemos preocupados por las pantallas porque antes lo estuvimos por la adicción a la radio, las novelas románticas y la imprenta”, dice.

Como todas las narrativas, la corrección del pánico inicial suele llevar más tiempo y evidencia, que aún no ha llegado. No es extraño: el iPhone es de 2007. Apenas ha pasado una década. Incluso a la velocidad que ocurren ahora los cambios, es poco tiempo para entender las consecuencias de su llegada.

Los más voraces

La preocupación por los adolescentes, sin embargo, es lógica. Son los adaptadores más voraces de las nuevas tecnologías. Los efectos de cada novedad pueden verse antes en su generación que en las otras. Según el artículo de Odgers y Jensen, uno de cada tres usuarios de internet en el mundo tiene menos de 18 años y si unimos economías avanzadas y emergentes es más probable que los menores de 35 años, respecto a los mayores, tengan acceso a internet, smartphone y redes sociales.

En una gran muestra de niños en colegios estadounidenses, casi la mitad de los alumnos de 11 años tenían móvil; a los 14, ya el 85% eran dueños de uno. El tiempo que pasan delante de la pantalla está también a otro nivel: una estimación reciente, siempre según Odgers y Jensen, establece que adolescentes de entre 13 y 18 años pasan delante de pantallas con objetivos no escolares una media de 6,6 horas diarias, y sus sucesores de 8 a 12 años, 4,6 horas.

La obsesión de los mayores es que el tiempo ante una pantalla es perdido ante la aparente belleza del mundo real

Esta mezcla de horas, móviles y redes sociales unido a la subida de ansiedad, depresión y tasas de suicidio hace pensar a las generaciones mayores en un drama a punto de estallar. Al menos la última década hizo pensar que los móviles eran los responsables. Pero un análisis minucioso da otra versión, al menos por tres motivos.

Primero, el tiempo de pantalla significa poco. La obsesión de los mayores es que el tiempo ante una pantalla es perdido ante la aparente belleza del mundo real. Puede ser. Pero lo que es seguro es que no todo el tiempo de pantalla es igual. Las apps que miden el tiempo de pantalla fustigan igual a sus usuarios por ver vídeos, jugar a videojuegos (ya sea Fortnite o para aprender a programar), responder a vídeos de amor en TikTok, leer la Divina Comedia o hacer un Skype con el abuelo.

Pero eso es injusto y poco científico. “Cuando hablamos de tiempo de pantalla hacemos la media de una uso muy amplio de tecnologías distintas, y eso puede ser uno de los problema que limita nuestro conocimiento”, dice Orben. “Ahora mucha de nuestra conversación social sobre tiempo de pantalla lo junta todo, lo que debe tener un efecto consistente. No debe sorprendernos si no encontramos resultados notables”, añade.

Segundo, no todas las bases de datos (ni los países) son iguales. Hay varios modos de medir la correlación entre uso de móvil y ansiedad. Las encuestas que vinculan ambas durante años pueden ser una fuente. Pero por estar en la prehistoria del móvil, es difícil que cada medición se refiera a lo mismo con la misma fuerza. Entre 2009 y 2017 mientras el uso de las redes se ha extendido entre adolescentes en Estados Unidos, “las asociaciones entre redes y síntomas depresivos han decrecido en magnitud”, escriben Odgers y Jensen. El efecto se habría diluido.

Tampoco son claras las tendencias. El aumento de suicidios es significativo en Estados Unidos e irrelevante en Europa. Ambos lugares adoptaron el móvil con la misma intensidad. Si la correlación fuera única, en Europa también debería verse.

Tercero, los riesgos online pueden reflejar o ampliar debilidades reales. Los adolescentes con casos de acoso previo pueden recibir más bullying online. Igualmente, adolescentes que sufren problemas mentales pueden buscar más contenido negativo en redes. Estos estudios suelen hacerse además con muestras sesgadas con más familias de recursos. El uso del móvil varía en las familias según renta. Las conclusiones por tanto se extraen según un tipo de adolescente específico, que no refleja la sociedad.

Por ahora, por tanto, la evidencia es débil. Si fuera el cáncer lo que correlara con los móviles, la comunidad médica no aceptaría que ambas líneas crecen igual como prueba sustancial, dicen Odgers y Jensen. “Por tanto no debemos aceptar este estándar al unir el aumento de suicidio y depresión entre adolescentes con el uso de redes sociales”, escriben. Hasta que emerja nueva evidencia, si llega.

¿Y qué hacer mientras? Lo mejor es esperar a reaccionar y acompañar a los chavales, cree Odgers: “Esta historia encaja con nuestros miedos, es una historia que la gente quiere creer, pero los hechos no la apoyan. Tenemos que hablar con los adolescentes basados en hechos no en temores. Hay que acompañar a los adolescentes allí donde estén”, dice.

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